Intercambios Psicologia

Buscamos el Intercambio de Información para Crear La Mejor Comunidad de Herramientas Psicologicas, el Intercambio Bidireccional del Conocimiento entre sujetos para formar una comunidad colectiva en busca del conocimiento. Colabora con Nosotros!!! Gracias

LA ISLA

La isla

Llewellyn Smith

En la memoria de un pueblo lejano, que se remonta a antes de que nos convenciéramos de ser sólidos y temporales, pervive la historia de un fabuloso caravasar, tan antiguo que no se recuerda su nombre, cuyas desérticas ruinas nunca han sido halladas. Las sigilosas griotes, las narradoras de la región, consagrándose en recipientes de tal historia, insisten en que este lugar sin nombre era a la vez tan real y esencial como el oxígeno; esta antigua parada de camino para viajeros y mercaderes, nos dicen, fue la cima de la humanidad y civilización del pueblo. Y algunos aún murmuran que la longitud y latitud de su sacra geografía aún se pueden discernir aquí entre nosotros.

Quizá no fuera un lugar tan inusual, visto desde la era actual. Los habitantes eran gente de altas miras y genuinamente amable, muy industriosos y hospitalarios. Eran hábiles comerciantes y hombres de negocios, los intermediarios de más éxito en la región. Su propia cultura material era bastante primitiva, y poco queda de ella para poderla estudiar. Como si anticiparan a los eruditos saqueadores de tumbas por venir, quemaban a sus muertos con las pertenencias personales en celebraciones que duraban todo el día, y usaban lo que quedaba para abonar las pocas cosechas que se podían cultivar en este árido clima. En los fundamentos de su filosofía de la vida —su religión, si es que se puede llamar así— suponían que no se “pertenecían” a sí mismos. Ellos eran sólo instrumentos o unidades de servicio y no tenían existencia real, salvo por tales actos de servicio, y nada de existencia individual ni identidad más allá de la voluntad de ser útiles a otros. Si los encontrarais en el mercado, atendiendo sus granjitas, o mandando los niños a la escuela, o yendo a cualquier otro negocio de los que hacían funcionar la sociedad, los amaríais al momento por su sencillez. Regatear como corredores era su sacro trabajo —no creaba nada, ni dejaba nada atrás, y era de gran utilidad para todos, y así mantenían el potencial de puro servicio. Su gran sentido del humor e inteligencia eran bien conocidos por los mercaderes que venían desde las ciudades circundantes a comerciar con ellos, y se los menciona en cierta cantidad de diarios privados y cartas de viajeros de la época.

Los narradores bajaban de las frías montañas envueltos en pesados ropajes, las neblinas del alba revoloteando en torno suyo, como si viajaran a la estela de visiones invisibles que arreasen ante ellos con sus cayados. Sentados bajo las estrellas como siempre han hecho, a la media luz de las ascuas mortecinas, aún hablan con profunda reverencia de este fabuloso caravasar y, aunque lo que sabemos de ese mundo es sólo lo que ellos nos dicen, insisten en que sabemos más de lo que hemos olvidado.

El cuento que dicen ser el que más aclara el sentir de este pueblo es la historia de la elección de los virreyes del Sultán. El oasis del caravasar hacía de él un cruce esencial en las rutas comerciales transcontinentales, así que se convirtió en ciudad estado, con alguna pequeña provincia exterior fundada por comerciantes del asentamiento original, nuevas entidades que pedían protección y ley al Sultán del asentamiento original.

Sabiduría y prosperidad emanaban de la presencia del Sultán, quien en toda acción externa y en todo momento de recogimiento se afanaba en ser modelo de servicio, justicia y amor para este pueblo; tanto que estaba considerado como el más elevado modelo viviente de ser humano.

La vida de este Sultán se consumía en el inacabable esfuerzo de poner orden en esta desértica sociedad. Aunque era generoso, también era sin par en el combate, terrible atributo que siempre fue eclipsado por su disposición a la clemencia y generosidad. Y era desconcertante para el pueblo de la provincia saber que su dirigente tenía capacidades aparentemente tan opuestas. El monarca, aunque muy venerado, era un enigma para los ciudadanos, que le amaban.

Así que no sorprendió a nadie que los comerciantes de los nuevos asentamientos le solicitaran el envío de virreyes legítimos que gobernaran y pusieran orden en estas nuevas provincias. «Después de todo, somos comerciantes» declararon; «no sabemos nada del arte del gobierno ni de legislación»

Las griotes nos dicen que, el día en que estas solicitudes llegaron por primera vez, el Sultán estaba trabajando en su rosaleda favorita, el aire de la tarde refrescaba su cara y ligaba las fragancias de diversos pimpollos. El asunto de la elección de virreyes ya había pasado por su mente. Había sido favorecido con muchos hijos e hijas. Ya no eran niños, sino jóvenes hombres y mujeres, príncipes y princesas, que aspiraban por derecho de nacimiento al honor de reinar en las provincias externas del caravasar, en nombre de su padre. Eran inteligentes; de niños a todos se les había asignado un ministro que nutriera sus intelectos con tal habilidad como para cultivar en cada uno extraordinarias capacidades de percepción y conjuro.

Pero no podían gobernar todos ellos. No todos, el Sultán lo sabía, tenían capacidad para gobernar en el modo debido de abnegado servicio, aunque los amara a todos. Y, a pesar del total conocimiento de sus habilidades y poderes, si él eligiera entre ellos, sabía que sería el principio del desorden y el desastre, porque ningún príncipe ni princesa que dejara de ser elegido para gobernar, tanto como amaban a su padre, creería jamás en su corazón que su padre hubiese elegido con justicia.

El Sultán ordenó a sus hijos venir al jardín con los ministros.

La comitiva llegó, hijos y ministros resplandecientes con extraordinarios ropajes de seda color de azafrán, sandalias incrustadas de joyas y otros lujos semejantes. Era una extraña asamblea, los hijos vestidos como reyes; su padre cubierto de tierra, de rodillas, rematando la planta y poda del día con los jardineros, las manos sucias y sus finos ropajes manchados y sin duda destrozados.

Tomaron asiento en el jardín, y el Rey siguió con su trabajo mientras les hablaba, interrumpiéndose ocasionalmente para dar instrucciones a los jardineros. El cielo estaba de un bello color carmesí y una nube alumbraba el rojo sol mientras caía suavemente hacia el horizonte.

«He tomado una decisión,» dijo el Rey, «en torno al asunto de los virreyes». Mientras tanto podaba delicadamente una gran planta con una flor blanca iridiscente. «Escuchad con atención. Lo sé todo de vuestras habilidades, aún mejor que vosotros mismos. Os he amado toda vuestra vida. Os consume vuestro deseo de llegar alto en el servicio, y el miedo de no poderlo hacer. Pero sois jóvenes. Aún sois lo que os hagáis. Cuando os conozcáis a vosotros mismos, me reconoceréis como amor de vuestro amor, porque sois parte de mí. Vuestros nombres están inscritos en el libro de mi corazón».

Un hijo habló: «Aceptaré cualquier elección que toméis. Lo prometo con todo mi ser».

«No, no,» replicó el soberano. «Primero debéis llegar a saber quiénes sois».

«¿Cómo lo haremos?» Preguntó otro.

«Hay un modo, pero no es fácil, aunque la prueba en sí es muy simple. A muchas millas, por la ruta comercial del sur, está la costa de lo que se llama el océano».

«¿Qué es el océano?» Preguntó una hija.

«Es como un desierto, vasto e ilimitado, pero todo de agua y eternamente palpitante de vida, un lugar donde se reúnen todas las aguas del mundo, y en su turbulencia yace el origen de todas las cosas. En medio de estas grandes aguas se encuentra una isla. Al principio parece un oasis, pero es éste un lugar desierto, terrible, azotado de tormentas. Su horror va más allá de todas vuestras pesadillas. Nada humano puede vivir allí mucho tiempo y seguir siendo humano».

«En ese lugar debéis hallar un oculto talismán sagrado, un espejo pulido o espejos de oro puro en que el Alma del Alma se mira. Debéis ir todos allí, tendréis las provisiones que necesitéis para manteneros. Dispondréis de cuarenta días.» Mientras el padre hablaba les iba dando una rosa a cada uno de sus hijos.

«Debéis buscar en los lugares silenciosos,» siguió, «los lugares más callados. Allí os espera el tesoro. Al final de los cuarenta días iré a buscaros; quienquiera de vosotros que muestre la señal del talismán servirá como virrey en mi nombre».

Cuando cada hijo tuvo una rosa, continuó.

«Hay una última cosa, y es lo más importante. Esa isla es una tierra extraña, con su propia vida; malformada, lúgubre y obstinada. Está poseída de un encantamiento para distorsionar vuestras percepciones y comprometer vuestro juicio y habilidades. Los extraordinarios poderes que habéis cultivado con la guía de los ministros no os ayudarán. El encantamiento de esta isla es la maldición del olvido. Si os demoráis, si no tenéis cuidado, si no os aplicáis con toda la diligencia y fervor a vuestro alcance —y aún así— podéis empezar a olvidar para qué habéis ido. Me olvidaréis a mí. Por ello os imploro que, por consideración a mi corazón y al amor que os tengo, no os dilatéis. A ninguno de vosotros le falta capacidad para cumplir esta tarea. Hallad el talismán tan rápido como podáis, y volved a mí.»

«¿Cómo podríamos olvidarte jamás?» Preguntó uno de ellos, asombrado de que su padre pudiera sugerir tal cosa en voz alta. «Siempre sentiremos vuestro amor,» dijo otro, «es parte de nuestras vidas, nos da vida».

«Oigo vuestra voz cuando oigo latir mi corazón,» dijo otro. «Sois nuestro alimento y la raíz de nuestro ser. No hay ninguna razón para que nosotros os dejemos por ese lugar, si es tan infausto como decís que es, ni por esperanza de gobierno ni por ninguna otra cosa, salvo que lo deseéis, así que lo haremos por vuestro cariño. Porque es lo que queréis.»

Y así siguió, jurando todos un acuerdo de amor filial de nunca olvidar a su padre ni su amor por ellos. Y también de volver.

Los días que siguieron estuvieron llenos de tremenda actividad, mientras se juntaba una caravana para la ruta del sur. El padre supervisó los preparativos por sí mismo, advirtiendo continuamente a sus hijos que no perdiesen nunca de vista interiormente el propósito de su viaje, que nunca olvidasen a su padre, ni quiénes eran. Algunos de sus hijos estaban confusos con esto. ¿Cómo podría haber peligro de olvidarse de sí mismos y de su padre, a quien querían tan de verdad? Otros ocultaban sus miedos, porque ninguno se había apartado nunca del lado de su padre. A algunos la tarea les parecía sin sentido. Pero los ministros sabían de esta isla, y temían su reputación.

Viajaron dos semanas hacia el sur. Ninguno, ni los hijos ni hijas, había dejado antes su patria y todos tenían una gran pena en el corazón, pero cuando llegaron a la vista del océano, enmudecieron de asombro, no habiendo visto nunca nada tan enorme y mudable. Sus aguas batían la costa y la luz del sol arrastraba su inquieta faz hasta el horizonte. Según lo prometido, había un barco esperando y zarparon. Navegando por un infinito paisaje marino, dejando atrás todo lo que conocían y amaban, se sintieron nacer a una segunda vida, cuyo sentido aún les estaba velado. El vacío, azotado de espuma, parecía infinito y atemporal y se sentían como motas insignificantes en su acuosa garra. Podían ser consumidos en su oscuro misterio en cualquier momento, sin dejar traza. Vieron la cara del océano volverse más gris y más dura hasta que en el horizonte apareció una evanescente ondulación oscura, que revelaba la desdibujada costa de la isla.

No había playa, solo una enmarañada barrera de hierbajos, grises y atrofiados árboles, leña carcomida y cordajes de marinos menos afortunados, y caparazones boca arriba de animales desconocidos. «Este ha de ser uno de los más inhóspitos y abominables lugares de la gran tierra de Dios,» dijo el mayor, «hemos de acabar nuestro negocio aquí tan rápido como sea posible para poder volver con nuestro Padre». Los hijos se pusieron a trabajar juntos, como les habían aconsejado los ministros. Al principio prepararon el mínimo refugio en que poder vivir y trabajar juntos los siguientes cuarenta días. El más sencillo refugio era todo lo que necesitaban, suficiente para mantenerse a salvo.

Impulsados por la fealdad de la isla, eran modelos de diligencia. Todos los días iban a los lugares más recónditos de la isla en búsqueda del talismán. Monocorde el tiempo. Árboles y rocas cubiertos de acre, oloroso limo. Cada día se afanaban en la aspereza, buscando, cavando, incesantes en su determinación de recuperar ese sagrado tesoro. Los días se sucedían uno tras otro. A medida que se hacía más y más obvio que no habría ningún triunfo rápido, los hijos se volvían más y más competitivos, suspicaces unos respecto a otros, y reservados con sus ideas sobre cómo y dónde buscar, con cualquier pista, por infundada que fuera. Una noche el asunto de la cooperación llegó tumuluosamente a su fin. La siguiente mañana, bajo cielos oprimente, los hermanos se esparcieron cada uno por su lado, y aun aquellos que no lo habían querido así, se encontraron que ya cada uno era una nación independiente.

No por eso se hizo menos difícil su búsqueda. Aun los más dedicados a la tarea de su padre eran incapaces de ser constantes. Se volvieron malhumorados y depresivos; la parálisis de la depresión parecía ahora ser prueba de incapacidad. Una oscura ilusión que ponía un peso psicológico de más de cien arrobas en el corazón.

Cuando cada día empezó a no mostrarse mejor ni diferente del anterior, cayó sobre ellos un tedio que embotaba el intento, una lasitud que a algunos les hizo temer que el acto de buscar no fuera bastante. Había que hacer mayores cosas. Aun si su padre les había enviado por una cosa simple y concreta, cuanto mayor sería su satisfacción si pudieran volver con algo mayor, más importante. Algunos empezaron a buscar visiones. Era imposible no buscar algo, cualquier cosa, fuera lo que fuera, y no convencerse de que era de lo más significativo. Y algunos luchaban contra esto y conseguían recordar y , con un esfuerzo angustioso, renovar una y otra vez su devoción. Y una y otra vez ellos mismo destruían esta devoción y volvían a renovarla, llorando: sus propias lágrimas eran el cemento que mantenía firme la promesa de nunca dejar morir el fuego. Hasta que de nuevo se desvanecía el recuerdo y los dejaba perdidos. Así sucedió para los que estaban mejor preparados.

Mientras tanto el Sultan, sentado en silencio, ocasionalmente roto por pajaritos que pasaban por encima, pensaba en las terribles dificultades que sus amados hijos debían soportar, mientras esperaba a que su Primer Ministro describiera lo que había visto en la isla. Por la compasión y por el dolor causado por la ausencia de sus hijos, el Sultán había enviado al Primer Ministro a cada uno de ellos, para animarlos, recordándoles su promesa de no olvidar a su padre, de recordar la tarea a la que habían sido enviados, y de dedicarse a ella, pues no podían volver a la presencia de su padre con las manos vacías, porque el tiempo adjudicado pronto llegaría a su fin.

El Primer Ministro habló:

«El primero de vuestros hijos no me reconoció, a mí que era un segundo padre para él. Ha construido un grandioso templo de árboles secos y madera en la ensenada oeste de la isla y allá está todos los días y medita flotando en el aire, habiendo descubierto la habilidad de levitar el cuerpo. Cuando le pregunté si había encontrado el talismán, me miró pensativo y dijo, “Sí, he oído esa leyenda, que tal magia fue confiada al secreto pueblo perdido de esta isla pero nadie sabe en verdad quiénes eran y además es todo leyenda.” ¡Oh Noble Luz! Le dije que nadie ha vivido nunca en ese lugar más que él y sus hermanos y hermanas. Él dijo: “Sí, sé que hay otros locos en esta isla, pero hubo una raza de seres puros antes de ellos”. Ya veis, Sultán, vuestro hijo ha creado una nueva historia para sí y un mundo de su propia imaginación. Él es su propia religión y su propia sociedad. Ha abandonado la búsqueda, y cree que la isla es su hogar permanente.»

«Le pregunté por las instrucciones que su padre le dio. “¿Qué hay de vuestro padre,” dije, “el Rey a quién jurasteis amar y recordar en vuestra Alma?” Y dijo, “Mi padre, quienquiera que fuera, está muerto o me abandonó hace mucho”.»

El Ministro continuó:

«Encontré a otro de vuestros hijos en una cueva rodeada de trampas. Le llamé, y emergió rodeado de temible armamento, como nunca había visto; reluciente armadura tejida de brillantes chispas de relámpago, una espada de sombras envenenadas que se movía por su propio poder. Juró que yo, vuestro servidor, era un enviado de los otros como espía para hallar debilidades en sus defensas que permitieran una invasión triunfal de su territorio. “Sois un enemigo”, dijo; “y no intentéis convencerme de otra cosa. Por todo lo que sé sois un espía enviado por ellos.” Le recordé el talismán y le urgí a buscarlo por el bien de su alma en los lugares más silenciosos de la isla. “En los silencios” dijo, “es donde se ocultan mis enemigos”.

El Ministro siguió:

«Vuestra hija mayor vive muy al interior, donde también ella ha erigido barreras de piedra dentro de las que había un enorme palacio de piedra y maderas nobles. Animales salvajes la seguían a todas partes, mi Rey. “¿No queréis abandonar este horroroso lugar?” Le pregunté. “Este es mi hogar, mi único hogar.” “¿Qué hay de vuestra vida real, vuestra auténtica vida, la que este sueño obscurece?” “Está en los árboles, las flores, el cielo,” dijo. “¿No recordáis a lo que habéis venido aquí?” Pregunté. “Estamos aquí para rendir homenaje a los espíritus que moran en estos sacros lugares, los árboles, y el cielo,” dijo. “Pues creed esto,” dije, “que ya estáis unida a ellos.” Le hablé de quién era, de su unidad con vos, por el amor y la sangre, y cuán necesario era seguir con el trabajo esencial, para que pudiera volver a este lugar que es el real, el lugar del amor de su padre. Estuvo en silencios un larguísimo tiempo; después, juro que vi cruzar por su cara una chispa de recuerdo, pero huyó rápidamente. “¡Qué bella historia!” Exclamó al fin. “Estoy recogiendo historias para una antología de sagradas escrituras que espero publicar algún día. ¿Puedo incluirla?»

El Primer ministro se recompuso y continuó.

«Majestad, vuestro segundo hijo ha inventado el surf, y se ha hecho su principal adepto».

«Di con otro de los príncipes, y le llevé su precioso perro que él ha amado desde que era un crío. Me reconoció y también al perro. Pero el pobre perro temblaba, tanto había cambiado interiormente su anterior amigo. Vuestro hijo se ha dado un nombre extraño; le llamé con su auténtico nombre, el nombre que vos mismo le disteis, ¡oh Sultán!, antes incluso de que existiera. Le recordé por qué estaba allí en la isla, y lo que tenía que hacer, que tenía que hacerlo rápidamente, antes de ser totalmente digerido por el encantamiento de la isla. Estuvo silencioso un rato. Luego dijo que, aunque recordaba un vago sueño que concordaba con muchas de las cosas que yo decía, un sueño que también me incluía a mí y visiones del amoroso hogar, tan lejano, todas estas cosas eran meros fantasmas y mentiras, convocados por alguna hechicería nunca vista. Porque si fueran tan reales como yo decía que eran, significaría que él mismo vivía una mentira. Y esto era demasiado imposible para aceptarlo. Por lo tanto, dijo vuestro hijo, que yo, vuestro ministro de mayor confianza, era un fantasma de este engañoso sueño, que buscaba apartarlo de la realidad. Mi Sultán, le juré que era él quien dormía, y que su sueño era real. “Vuestros torticeros designios no son bienvenidos”, me dijo, y para recalcarlo, mató y asó al perro que había sido su angélico guardián desde la cuna, y se lo comió».

«En un salvaje cañón, en una ciudad de tremendas torres pulidas de marfil tallado, granito y caoba todas apuntadas contra el cielo como para tapar el sol, encontré a otro de vuestros amados, mi Sultán. Estaba maravillado. “¿Qué has hecho?” Le pregunté».

«Dijo, “Las visiones nacidas en mí son demasiado grandes y magnificentes para vivir en mi interior y ahora piden vida en el mundo. He divisado un mundo mejor que este triste lugar y me dedico a transformar yo mismo esta desarrapada creación en esa visión mejor. Estoy construyendo una gran universidad para el estudio de la ciencia del alma y el servicio a la humanidad, un congreso para todos los eruditos de todo el mundo, que se reunirán a discutir y planear el destino de la humanidad. Cuando mueran, nuevos eruditos tomarán su lugar. Y así siempre. Un perenne reino de la mente”.»

«Aún hay tiempo para recordar vuestra promesa a vuestro padre,” le dije. “Vuestro tesoro aún está enterrado en los silencios de la isla.” “¿De qué estáis hablando?” me gritó. “¿Con todo el ruido que siempre hay aquí, y que hacen por allí? ¿ Con toda esta construcción en marcha? Además, cuando lleguen los eruditos y empiecen a discutir la Gran Pregunta ya no habrá sitio para el silencio en el mundo.”»

Al final el angustiado Sultán susurró «¿Están ya todos nuestros hijos locos?»

«Me crucé a una de vuestras hijas en un puesto de pesca. Como con todos vuestros hijos, le di vuestro mensaje. Le hablé de vuestro amor por ellos, que pronto todos debían volver a vos. Gran Soberano, era como si nunca se hubiera separado de nosotros, aunque puedo ver lo difícil que es su lucha entre las garras de ese lugar. La ha envejecido. Aún se conoce por el nombre que le disteis y me abrazó con tal afecto que mis ojos se humedecieron de felicidad, como si en ese malhadado lugar me hubierais encontrado y abrazado vos mismo. No le tuve que preguntar por el talismán, vi la señal en sus ojos. Comunicaba su corazón y el mío. Y solo pude preguntar, “Pero ¿dónde en esta maldita isla pudiste hallar silencio bastante para encontrarlo?” Su dedo índice marcó su propio pecho. “Yo soy el amor de mi padre. ¿No soy yo el Silencio?”»

Finalmente, atraído a ese malhadado lugar por el amor, el Sultán fue personalmente a por sus hijos. Este mismo amor dejó impotente el encantamiento de la isla. Y los hijos, cuando vieron a su padre, inmediatamente fueron transformados, rehechos en un instante, como por amor, a su anterior ser. El encantamiento del sueño se les cayó solo, como camisa de culebra. Y se hallaron desnudos, vestidos sólo del conocimiento de la promesa a su padre, y de lo que habían hecho, o dejado de hacer. Todo su ser y trabajo se iluminó con su amor.

Para aquellos que habían encontrado el lugar del espejo donde el Alma de las Almas se ve a sí misma, se volvieron como cuando estaban con su padre antes de llegar a la isla. El gozo y esplendor de su lugar en el corazón de su padre, que la isla les dijera ser un sueño auto-conmiserativo, se volvió tan real como siempre había sido. Ellos se probaron Virreyes.

Pero para los otros, que no habían encontrado el Silencio ni su tesoro, que gastaron tanto tiempo en extraños empeños, que olvidaron su promesa de nunca olvidar, para ellos el puro amor quemaba de vergüenza. Como el servidor que vuelve de una lejana ciudad con todo excepto aquello para lo que fuera enviado, todo su trabajo fue baldío. Y se ahogaron de vergüenza. Algunos huyeron a la más profunda espesura. Otros enloquecieron con el penoso conocimiento de lo que habían llegado a ser, y de lo que habían perdido con su cambio. Otros se transformaron en cosas salvajes, intentando ocultarse a la revelación de este amor.

Después de contar esta historia, las narradoras siempre dan las gracias por permitirles «cebarnos». De más allá de esas montañas, nos consideran como un pueblo casi muerto de hambre por falta de sustento, sin darnos cuenta de que nuestros propios bolsillos están repletos de pan. «No podemos comerlo por vosotros,» dicen.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Tu Comentario es Importante - Motiva a Seguir Publicando